lunes, octubre 27, 2008

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Después del concierto de Andrés Calamaro he caído enfermo. Recién hoy en la noche, después de que me largaron del trabajo, he revisado algunas páginas web -incluyendo la del mismo Calamaro- donde salen imágenes de su paso por Lima. Me ha dado una tremenda pena descubrir que hubo alguna improvisada rueda de prensa y que, por tener tantas cosas qué hacer, no pude ir a conocerlo en persona. Como premio consuelo, queda esta entrevista hecha por el diario español El Mundo.

lunes, octubre 20, 2008

Día 444, lunes

Un día, Takeshi Kusunoki buscó al editor de la Contra, uno de los suplementos del diario donde trabajaba. Antes de eso, tuvo que hacerse amigo del editorialista, que escribía en la computadora de al lado. El editorialista era un tipo bajo, canoso, siempre atento, educado y de buen humor. Constantemente lo saludaba y le preguntaba cosas sobre el devenir nacional. Takeshi Kusunoki entonces le respondía escuetamente. No era precisamente el chico más hablador del diario. Aún así, el editorialista lo abordaba y le preguntaba cosas como: "¿Y qué tal le fue a la bolsa de Lima hoy?", a lo que el joven nipón le respondía: "Más o menos, más o menos". Una tarde lo vio hablando con el editor de la Contra en la sala de redacción y decidió hacerse su amigo. El trabajo en el suplemento la Contra era lo que Takeshi Kusunoki siempre había anhelado. Más aún ahora, cuando tenía un excelente tema qué investigar. Entonces decidió seguirle el juego al editorialista. Empezó a conversar con él y a opinar sobre política. En todos los años en los que trabajaba en aquel diario, Takeshi Kusunoki nunca se había sentido tan estúpido. Convino que si quería empezar a investigar, escribir reportajes y dominar el difícil arte de la crónica, tenía que someterse a tamaña humillación. Durante una semana, los almuerzos con el editorialista se convirtieron en interminables monólogos en los que el bajo, canoso y alegre periodista opiniaba sobre la coyuntura nacional e internacional. Kusunoki lo miraba alelado, semi hipnotizado, imaginando al editorialista dejándose culear por el director del diario. Finalmente, una noche, antes de abandonar la sala de redacción, apareció el editor de la Contra y el editorialista introdujo a Takeshi como "una promesa del periodismo escrito, una revelación". A partir de entonces, el editor de la Contra y Takeshi Kusunoki empezaron a conversar, entre tazas y tazas de café americano, sobre crónicas, novelas de no ficción y Kapuscinski. Un buen día, Takeshi Kusunoki dejó su computadora prendida en la sala de redacción y se fue a buscar al editor de la Contra, convencido de que su propuesta le iba a interesar. Tenía impresa toda la información que necesitaba. El reportaje iba a ser una bomba. Al menos eso pensaba Takeshi Kusunoki. Finalmente, llegó a la oficina del editor, descargó sobre el escritorio toda la infiormación que tenía y le empezó a hablar sobre la Asociación.

sábado, octubre 11, 2008

Día 435, sábado

Sarah trabajaba en el minimarket de una estación de servicio. De las siete de la noche a las cinco de la mañana tenía que atender la caja y ponerle cara de culo a los tipos que iban a comprar alcohol, pese a la ley seca que estipula que a partir de la once no se puede vender nada de cerveza, nada de vino, nada de ron. Los más lúcidos, cuando Sarah les decía que no les podía vender eso, se quedaban mirándola como si no entendieran el idioma en que ella hablaba. De un tiempo a esta parte, Sarah consideraba que el mundo era un constante repetir de argumentos. Ella no era un chica tonta, de ésas que se pasan el día viendo telenovelas por televisión. De hecho, a Sarah le gusta leer libros y se pasa la mayor parte del tiempo con un título a la mano, ya sea de Stephenie Meyer, J. K. Rowling o Paulo Coelho. Un día conoció a un chico de manera un poco extraña. Ella estaba en un micro de regreso a su casa cuando él la abordó. Isaac tenía en el aliento un humor extraño. Le preguntó qué estaba leyendo. Sarah, con el sueño propio de alguien que toma a las seis de la mañana el primer micro que la lleva a su casa, le respondió que no sabía. Era la verdad, no se acordaba. El destino se encargó de juntarlos nuevamente, previa cita concertada por internet, una noche estrellada en Miraflores. Isaac le habló mucho. Había trabajado hasta hacía poco en una radio en el cono norte, pero ahora estaba francamente desempleado. Decía ser poeta y citaba a T. S. Eliot cada vez que podía. Sarah, pese a no interesarle en lo absoluto la poesía o cualquier cosa complicada de leer, le sumó puntos por eso. Ella le contó que empezó a leer cuando trabajó en una librería y él supo interpretar entonces una pequeña chispa de luz en el interior de sus ojos. Sarah era realmente bonita. Isaac y ella se hicieron enamorados. Un buen día, sin embargo, él desapareció. De la misma manera que había entrado en su vida, se fue. La oscuridad sumió entonces a Sarah como una enorme ola que se traga todo a su paso. No entendió si había hecho algo mal. No entendió si había sido estafada. Simplemente se quedó quieta, yendo siempre de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, como si nada más en el mundo importara. Una noche no pudo más y se encerró en el baño del grifo a llorar. Su compañero tuvo que suplirla y luego se peleó con ella. La noche siguiente, el chico se disculpó por haber actuado así y a partir de entonces se hicieron buenos amigos. No pasó mucho tiempo para que él le contara a Sarah sobre la Asociación.

martes, octubre 07, 2008

Día 431, martes

Alicia Pillman estaba harta de todo. El éxito y el dinero que le generaba trabajar en la bolsa de valores de Lima a los treinta y dos años decrecía conforme avanzaba el tiempo y caía en la cuenta de que se tenía por una completa inútil. Cuando entró por primera vez al mundo de los mercados bursátiles, acababa de salir de la facultad y era una chica empeñosa de 27 años dispuesta a comerse al mundo. La primera vez que ganó 20,000 dólares en una sola jornada se sintió como volando por las nubes de la burbuja financiera que vivía los Estados Unidos. Ahora, en cambio, ganar dinero a costa de especulaciones y fluctuaciones en el mercado financiero le parecía soso y aburrido. Ni el alza en los precios de los minerales y los commodities le alegraba en lo absoluto. Fue entonces cuando estalló la crisis. Wall Street cayó y no parecía tener intensiones de volver a levantarse. Muy pronto, los mercados financieros de todo el mundo sitieron la pegada. Lima no fue la excepción. La depresión sumió entonces a Alicia Pillman y se encaprichó con ella. Todos los días se despertaba muy temprano, en la mañana, y la invadían unas ganas terribles que quedarse tendida en la cama y no hacer nada. Se preguntó entonces para qué trabajaba. No tenía novio, no tenía hijos, no tenía vida social. Venía de una familia acomodada y sus padres no parecían necesitarla en lo absoluto. Un día cayó en la cuenta de que existía porque su imagen apareció publicada en la portada de un diario especializado en economía. Ella se sujetaba la cabeza con ambas manos mientras al fondo la pantalla electrónica de la bolsa de valores de Lima marcaba otra jornada negativa. Los números rojos desde entonces no dejaron de perseguirla. Dejó de usar su carro para volver a sentir aquel contacto con la gente que desde hacía tanto tiempo necesitaba. Le hizo bien salir a la calle, tomar un micro en aquella avenida bulliciosa y quedar atrapada en el tráfico del centro de Lima en hora punta. A su costado, una mujer hablaba por teléfono con un chico y lo convencía de ir a su casa. "Mis papis se han ido de viaje, me han dejado solita", decía ella, para luego hacer un puchero con la boca y decir "¡bu! ¡bu! ¡buuu!". Aún entonces, los números rojos de la bolsa de valores la siguieron cuadra por cuadra. Alicia Pillman se sentía sola en un mundo que le era cada vez más imposible.

lunes, octubre 06, 2008

Día 430, lunes

Takeshi Kusunoki trabajaba en un diario. Pese a que el periodismo es una actividad que requiere de constante movimiento físico (ir de un lado a otro, salir de comisión, pararse, sentarse, volverse a parar), Takeshi Kusunoki, con el cabello corto y los ojos rasgados de los nipones, se pasaba la mayor parte del tiempo sentado, volteando las noticias de las agencias de información para colgarlas en la web. Si al principio aquel trabajo le había parecido entretenido, tres años y medio después le era inquietante. Pensaba en renunciar, conseguirse otra forma de sobrevivir, pasar más tiempo en su casa, buscar una novia y casarse. Pero nada de eso pasaba, y los días se prolongaban hasta convertirse en una masa viscosa. Takeshi Kusunoki estaba seguro de que muy pronto conocería a alguien o alguien lo encontraría, sentado como siempre en el quinto puesto de la tercera fila en la sala de redacción. Pero nadie nunca lo llamaba ni parecía estar buscándolo. El joven periodista entonces se sumió en un profundo estado de contemplación, buscando en la web las noticias que tenía que transcribir y redáctandolo todo como un auténtico autómata: una máquina de voltear noticias perfectamente prescindible, totalmente desechable, absolutamente siniestra. Ahora Takeshi Kusunoki no actuaba guiado por sus propios deseos y ambiciones. Lo hacía porque tenía que hacerlo, porque ése era su trabajo y le pagaban por eso. Hasta que un día encontró una posible respuesta a todas sus interrogantes, aquella bálbula de escape que lo liberaría de todo aquello que lo tenía encadenando a aquella realidad terrible, agobiante, llena de horarios y esquemas, formas geométricas cuadriculadas. La página web hasta era simpática, tenía un foro para debatir los cuestionamientos de los interesados y posibles integrantes. La empresa dueña se hacía llamar simplemente la Asociación.

miércoles, octubre 01, 2008

Día 425, miércoles

Salgo tarde del diario por redactar la nota sobre la aprobación del plan de rescate financiero en el Senado de los Estados Unidos. Como es el Día del Periodista, hubo un pequeño brindis, pasaron bocaditos y sortearon algunos cuantos premios truchos. A mí no me tocó nada, claro. Como premio consuelo, me dieron un pase doble para el cine que no pude utilizar. Cuando por fin puedo coger mi mochila, salgo corriendo y tomo la primera combi que pasa por la avenida Argentina. Había pensado pedirle prestado una china al Editor de Internacionales, porque sólo tengo un billete de veinte soles, pero no pude hacerlo. Cuando ya casi estoy por llegar a la civilzación, el cobrador me pide el pasaje yo le doy los veinte soles. "¡Carajo!", grita el cobrador, "¿no tienes sencillo, causa?". "Si tuviera te los daría", le digo, con la clásica cara de culo que le pongo a los cobradores. Antes de llegar a la avenida Tacta -que, está bien, no es exactamente parte de la civilización- el cobrador me da diez soles en moneditas de un sol y grita: "¡Último, último!". Todos los pasajeros se bajan y yo me quedo sentado esperando que me dé el vuelto que me falta. "Choche, mi vuelto", le digo, pero no parece escucharme. La combi entonces entra por una calle del centro de Lima que no conozco. "¿Quieres tu vuelto, mierda?", pregunta el cobrador ofuscado, aunque para entonces yo no estoy muy seguro de querer mi vuelto de regreso. "¡Toma tu vuelto, carajo!", grita, antes de levantar todo su cuerpo para darme una patada en el estómago. Acto seguido, escucho las monedas caer por el piso de la combi. Entre lágrimas, alcanzo a ver a una que se esconde en la ranuda de la puerta de latón del carro. El chofer lanza una carcajada y le dice a su cobrador que me deje en paz. Estoy de acuerdo con él, pero no digo nada. El tipo abre la puerta y me deja caer sobre la pista como un paquete. Tengo la cara hinchada y adolorida. Noto que la mochila que traía conmigo se ha quedado en la combi, pero unos metros más allá el carro se detiene y la bota. En la pista, encuentro el sol que se había quedado en la puerta y lo recogo. Aún tengo la cara llena de lágrimas y camino cautelosamente para recogerla. Mientras lo hago, lo único que circula por mi cabeza es "carajo, odio mi trabajo".