Día 425, miércolesSalgo tarde del diario por redactar la nota sobre la aprobación del plan de rescate financiero en el Senado de los Estados Unidos. Como es el Día del Periodista, hubo un pequeño brindis, pasaron bocaditos y sortearon algunos cuantos premios truchos. A mí no me tocó nada, claro. Como premio consuelo, me dieron un pase doble para el cine que no pude utilizar. Cuando por fin puedo coger mi mochila, salgo corriendo y tomo la primera combi que pasa por la avenida Argentina. Había pensado pedirle prestado una china al Editor de Internacionales, porque sólo tengo un billete de veinte soles, pero no pude hacerlo. Cuando ya casi estoy por llegar a la civilzación, el cobrador me pide el pasaje yo le doy los veinte soles. "¡Carajo!", grita el cobrador, "¿no tienes sencillo, causa?". "Si tuviera te los daría", le digo, con la clásica cara de culo que le pongo a los cobradores. Antes de llegar a la avenida Tacta -que, está bien, no es exactamente parte de la civilización- el cobrador me da diez soles en moneditas de un sol y grita: "¡Último, último!". Todos los pasajeros se bajan y yo me quedo sentado esperando que me dé el vuelto que me falta. "Choche, mi vuelto", le digo, pero no parece escucharme. La combi entonces entra por una calle del centro de Lima que no conozco. "¿Quieres tu vuelto, mierda?", pregunta el cobrador ofuscado, aunque para entonces yo no estoy muy seguro de querer mi vuelto de regreso. "¡Toma tu vuelto, carajo!", grita, antes de levantar todo su cuerpo para darme una patada en el estómago. Acto seguido, escucho las monedas caer por el piso de la combi. Entre lágrimas, alcanzo a ver a una que se esconde en la ranuda de la puerta de latón del carro. El chofer lanza una carcajada y le dice a su cobrador que me deje en paz. Estoy de acuerdo con él, pero no digo nada. El tipo abre la puerta y me deja caer sobre la pista como un paquete. Tengo la cara hinchada y adolorida. Noto que la mochila que traía conmigo se ha quedado en la combi, pero unos metros más allá el carro se detiene y la bota. En la pista, encuentro el sol que se había quedado en la puerta y lo recogo. Aún tengo la cara llena de lágrimas y camino cautelosamente para recogerla. Mientras lo hago, lo único que circula por mi cabeza es "carajo, odio mi trabajo".